En redes sociales y conversaciones cotidianas, se repite como un mantra: “El cerebro no termina de desarrollarse hasta los 25 años”. Esta afirmación se usa para justificar decisiones impulsivas en la veintena o para explicar por qué los jóvenes parecen menos responsables. Sin embargo, según los avances científicos más recientes, esta idea es un mito que simplifica en exceso hallazgos reales de la neurociencia.
El origen de este “número mágico” se remonta a estudios de imágenes cerebrales de finales de los años 90 y principios de los 2000. Uno de los más influyentes fue un seguimiento longitudinal dirigido por el neurocientífico Nitin Gogtay, quien escaneó cerebros de niños a partir de los cuatro años cada dos años. Los investigadores observaron que la materia gris —el componente “pensante” del cerebro— pasa por un proceso de poda durante la adolescencia: el cerebro crea miles de millones de conexiones neuronales en la infancia temprana, pero luego elimina las menos usadas para fortalecer las eficientes.
Dentro del lóbulo frontal —responsable de la toma de decisiones, la regulación emocional y el control de impulsos—, la maduración avanza de atrás hacia adelante. Las áreas más primitivas, como las que controlan el movimiento, se desarrollan primero, mientras que las regiones más avanzadas (prefrontal) no habían madurado por completo al final del seguimiento, alrededor de los 20 años. Como los datos se interrumpieron ahí, los científicos estimaron que el proceso culminaría hacia los 25. Así nació el mito.
Pero la neurociencia ha evolucionado. Los estudios actuales no se limitan a regiones aisladas, sino que analizan la eficiencia de las redes cerebrales, es decir, cómo se conectan las distintas partes del cerebro a través de la materia blanca —las “autopistas” de fibras nerviosas que transmiten señales eléctricas.
Un estudio reciente, con escáneres de más de 4.200 personas desde la infancia hasta los 90 años, identificó varios periodos clave de desarrollo. Uno de ellos, denominado “adolescencia cerebral”, se extiende desde los 9 hasta los 32 años aproximadamente. Durante esta fase, el cerebro equilibra dos procesos: la segregación (crear “barrios” especializados) y la integración (construir “autopistas” que los conecten). Esta construcción alcanza su punto máximo de eficiencia alrededor de los 30-32 años, cuando la red cerebral logra la mayor optimización para pensamientos complejos.
Después de los 32, el cerebro cambia de dirección: deja de priorizar la integración y se enfoca en la segregación, consolidando las rutas más usadas. En otras palabras, los 20 años son para conectar el cerebro, y los 30 para asentarlo y mantenerlo.
Este hallazgo no implica que las personas de 30 años sigan siendo “adolescentes” en comportamiento, sino que su infraestructura cerebral aún experimenta cambios clave hasta esa edad. El punto de inflexión alrededor de los 32 es el más pronunciado de toda la vida.
Si el cerebro permanece en construcción durante toda la veintena y más allá, surge una pregunta clave: ¿cómo maximizar esta ventana de oportunidad? La respuesta está en la neuroplasticidad, la capacidad del cerebro para reconfigurarse ante estímulos.
Aunque la plasticidad persiste toda la vida, el periodo entre los 9 y los 32 años ofrece una oportunidad única para el crecimiento estructural. Actividades como el ejercicio aeróbico de alta intensidad, aprender nuevos idiomas o practicar hobbies cognitivamente exigentes —como el ajedrez— fortalecen las conexiones neuronales y potencian la eficiencia cerebral. Por el contrario, el estrés crónico puede frenar este proceso.
