El dolor, aunque nos haga sufrir, es un mecanismo vital. Como la fiebre o la inflamación, actúa como una alarma que nos advierte de un daño en el cuerpo. Sin embargo, cuando esta alarma no se apaga o se activa sin motivo, se convierte en un problema: el dolor crónico. Este padecimiento, que afecta a hasta uno de cada cuatro adultos —especialmente mujeres—, persiste más allá de la lesión inicial, a menudo durante al menos tres meses o asociado a enfermedades como la artritis. Sus consecuencias van más allá del sufrimiento físico, deteriorando la calidad de vida, el sueño y la salud mental, con un impacto que incluye depresión y fatiga.
El dolor crónico es un mal invisible, sin signos externos que lo delaten, lo que frecuentemente lleva a la incomprensión o incluso al estigma por parte del entorno social y, en ocasiones, de los propios profesionales sanitarios. “Es una tortura que no siempre se ve ni se cree”, señalan los expertos. Este rechazo social agrava el sufrimiento de quienes lo padecen, que ven cómo su realidad es cuestionada.
En contraste, la insensibilidad congénita al dolor, una rara condición genética que afecta a los nociceptores (las neuronas que detectan el daño), ilustra la importancia del dolor como mecanismo protector. Quienes no lo sienten enfrentan graves problemas por infecciones, fracturas o quemaduras que pasan desapercibidas, lo que pone en perspectiva su función esencial.
A pesar de su relevancia, los tratamientos para el dolor crónico están limitados por el desconocimiento de sus mecanismos. Los opioides, como la morfina o el fentanilo, son comúnmente recetados, pero su abuso ha desencadenado una crisis de salud pública, especialmente en EE UU, aunque también en Europa. En España, el consumo de estos fármacos se ha duplicado en la última década. Otros enfoques, como terapias físicas o cognitivas, buscan aliviar los síntomas, pero no abordan las causas. Según Robert Caudle, cirujano e investigador de la Universidad de Florida, “las terapias para el dolor no han mejorado realmente en cientos de años; el ibuprofeno o la aspirina son solo versiones modernas de masticar corteza de sauce”.
La ciencia, sin embargo, comienza a ofrecer respuestas. Un estudio reciente de la Universidad Hebrea de Jerusalén, publicado en Science Advances, revela que el dolor crónico está ligado al fallo de un sistema natural del cuerpo para calmar el dolor agudo. Este mecanismo, ubicado en el tronco encefálico, depende de corrientes de potasio (IA) que, en condiciones normales, “apagan” la señal de dolor. En el dolor crónico, estas corrientes no funcionan, dejando a las neuronas en un estado de hiperactividad que perpetúa el sufrimiento.
El neurobiólogo Alexander Binshtok, líder del estudio, destaca la posibilidad de restaurar este sistema para desarrollar tratamientos más específicos. “El próximo paso es identificar los mecanismos moleculares que modulan estas corrientes”, explica al portal SINC. Por su parte, Enrique Velasco, coautor del estudio desde la Universidad Católica de Lovaina, subraya que desentrañar estos procesos es clave para diseñar nuevas terapias.
Otros descubrimientos abren nuevas puertas. Por ejemplo, la identificación de canales de sodio específicos en los nociceptores ha llevado al desarrollo de la suzetrigina, el primer analgésico no opioide aprobado en EE UU en 25 años, que modula el canal Nav1.8. Otros compuestos, como los dirigidos al canal Nav1.7 o al Trpv1, están en camino, junto con tratamientos para migrañas basados en la molécula CGRP. Además, se exploran conexiones novedosas, como el papel del microbioma intestinal y el sistema inmunitario en el dolor.
Para Caudle, estos avances marcan un punto de inflexión: “Por primera vez en la historia, dejaremos de depender de remedios antiguos como el opio o la corteza de sauce”.