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Impostores: Cuando la mentira es la verdad

Fotos:
IStock
De vez en cuando, aparecen personajes que construyen una historia a su alrededor y consiguen vivirla como real, convenciendo al mundo de su veracidad. Artistas del engaño o mitómanos que consumen lo que producen, y que no dejan de provocar fascinación.

Uno no siempre sabe quién es, pero debería al menos saber quién no es. No todas las vidas están a nuestro alcance, algunos lugares ya están ocupados. Sin embargo, hay quienes no se resignan a la vida que les tocó en suerte e inventan para sí mismos una diferente, agrandada. Se cuelan en una grieta de sentido y hacen crecer allí a un ser nuevo, en el que se transforman. Es, en cierto modo, un arte, ya que no se trata de una simple mentira pasajera, sino de la construcción de un personaje y una trama en la que ese personaje encaja, de una historia que lleva a ese personaje a ser quien es dentro de esa trama. Y para que ello ocurra, es necesario incluso un paso previo: borrar al autor del personaje, condenar a la persona original al anonimato, sepultarla bajo capas de fantasía.

El brasileño Carlos Henrique Raposo albergó, como tantos en su país y en el continente entero, el sueño de ser futbolista profesional. Tuvo, acaso, los mismos dos factores en contra que alguna vez enunció Roberto Fontanarrosa: su pierna izquierda y su pierna derecha. Para ser justos, si una de las tantas versiones que circulan sobre su historia es cierta, entonces Carlos sí había ligado un poco del talento futbolístico que brota en suelo brasileño. El suficiente, al menos, para que se interesaran en él en las divisiones inferiores del Botafogo, club donde inició su particular carrera: estuvo cerca de dos décadas sin jugar un solo partido profesional.

De sus propios relatos, se desprende que aquella pizca de talento acaso no haya abandonado del todo sus piernas. En cambio, Carlos, más conocido como Kaiser (él asegura que por su parecido con el mítico Franz Beckenbauer; sus amigos, por la similitud entre su cuerpo y la forma de la botella de una famosa cerveza brasileña con ese nombre), decidió que lo mejor de ser futbolista no era precisamente jugar al fútbol, sino vivir como uno. Fue más futbolista que nadie en fiestas y encarando mujeres, y no le quedaron ganas de demostrarlo también en la cancha. En esos escenarios forjó amistades con otros jugadores, y su carisma a prueba de todo permitió que ellos se arriesgaran al recomendar su contratación en diversos clubes.

Así es como llegó, en los 80, cuando las referencias personales lo eran casi todo y las herramientas de verificación de antecedentes escaseaban, a ser parte de los planteles de Botafogo, Flamengo, América, Vasco Da Gama, Bangú y Fluminense. Él agrega a este listado breves pasos por Puebla (México), Independiente (Argentina) y Ajaccio (Francia), aunque en Avellaneda no estuvo jamás y su paso por la isla de Córcega fue desmentido por dos supuestos compañeros hace pocos años. En cada club donde firmó contrato, simuló incansablemente una lesión tras otra, evadiendo con éxito el ingreso al campo de juego y manteniéndose como integrante de cada plantel. Kaiser se ve a sí mismo, hoy, como una especie de justiciero que recurrió al engaño como forma de equilibrar parcialmente el universo: nació pobre, fue abandonado por su madre y creció en un entorno hostil donde, asegura, solo podía ser malandro ou otário. Es decir, chanta o perdedor. Y perdedor no fue.

En 1991, en la redacción del suplemento de cultura de El Cronista Comercial, en plena ciudad de Buenos Aires, apareció la solución perfecta para una publicación a la que le estaba costando conseguir notas fuertes: un joven que se presentó como Nahuel Maciel, munido de una trayectoria que incluía colaboraciones con Le Monde Diplomatique y National Geographic (portaba fotocopias que lo corroboraban), una historia como mapuche y una agenda de contactos que le permitía ofrecer entrevistas con grandes figuras de la literatura latinoamericana, como Gabriel García Márquez o Mario Vargas Llosa. Su límite era el cosmos y, de hecho, publicó también una entrevista con Carl Sagan. Con ese material, no tardó en volverse el redactor estrella del suplemento.

Pero ni su nombre ni su pasado como periodista en medios prestigiosos, ni las entrevistas que publicaba, eran reales. Maciel fue novelista de sí mismo y, en una época pre-Google, imposibilitado de copiar y pegar entrevistas anteriores por allí, tuvo que inventar las voces de sus entrevistados desde cero. Ciego de poder, no supo cuándo detenerse y buscó ampliar su multiverso mucho más allá de lo que fue capaz de controlar. Presentó un libro de charlas con García Márquez que, lógicamente, nunca ocurrieron, con un prólogo de Eduardo Galeano que Galeano no escribió, y con varios fragmentos plagiados a un sacerdote llamado Mamerto Menapace (el hilo del cual se comenzó a tirar hasta desarmar la trama tejida por Maciel). Llegó, ambicioso, a proponer una exclusiva con el Nobel israelí Shmuel Yosef Agnon, que llevaba más de veinte años muerto. Cuando todo se supo, tan misteriosamente como llegó al centro de la escena, Maciel desapareció de allí. Con tareas cada vez de menor exposición, logró mantenerse en el oficio que abrazó con su alter ego y actualmente se dedica todavía al periodismo desde un medio de Gualeguaychú. “No tengo margen para el más mínimo error. Vos podés escribir una crónica y olvidarte de una cita, y no pasa nada. Yo no puedo, ¿entendés?”, le dijo a Gatopardo en 2012.

En el Festival Internacional de Cine de Venecia, hace solo un mes, se presentó Marco, un film que aborda la historia de otro gran impostor, de los mayores de la historia, uno que ya mereció un documental (Ich Bin Enric Marco) y una novela (El impostor, de Javier Cercas). Enric Marco, un obrero anarquista barcelonés, de repente se topó con una puerta abierta a una vida de héroe y, sin titubear, ingresó en ella. Desde aquel momento, hizo suya la historia de un sobreviviente de los campos nazis de concentración y se aferró a su personaje con tanta fuerza que impulsó una causa justa y noble como si él mismo hubiera creído que le pertenecía. Y todo indica que, efectivamente, lo creyó.

Marco, a caballo de una vida ajena, se acomodó en un espacio vacío y se proyectó como un paladín de la memoria. Dio decenas de entrevistas, dictó centenares de conferencias, recibió numerosas distinciones y llegó a presidir la Amical de Mauthausen de España, una organización que se propone preservar la memoria de los españoles que pasaron por campos de concentración durante el nazismo. En medio de supervivientes y familiares de supervivientes, Marco no solo no se ruborizó, sino que logró conmoverlos con sus padecimientos ficticios al punto de ser elegido para liderar reclamos. De hecho, bajo su conducción, se produjo el hito histórico de que el parlamento español rindiera homenaje, por primera vez, a los republicanos de su país deportados por el III Reich.

En 2005, el relato de Marco comenzó a deshilacharse y, a pesar de los manotazos de ahogado que lanzó, intentando sostener en pie al menos una porción de todas aquellas mentiras, no alcanzó a rescatar nada de su prestigio. El héroe se convirtió en un estafador y un villano, todos le soltaron la mano inmediatamente para salvar la causa que, a fin de cuentas, él había conseguido promover montado en su ficción, y falleció en 2022, prácticamente en el olvido, a sus 101 años.

Cuando las máscaras ceden y dejan ver el rostro oculto, la magia termina. Es el fin del carnaval, el momento de volver a la vida plebeya. Aunque, claro, para quienes jugaron con fuego, los que quisieron ir más allá de las reglas del juego, la vuelta es más pesada. El mundo les cobra el costo de su aventura. Cuanto más exitosos hayan sido en su artificio, más dura será la caída inmediata. Pero también hay una posteridad posible. Algunos, como Kaiser, no solo disfrutan de la divulgación de sus artimañas, sino que intentan reescribir al personaje y agregar aún más capítulos a una historia finalizada, convirtiéndose ya en impostores de su propia impostura. Y están los que aunque se alejen de un pasado que, en teoría, no los enorgullece, como Maciel (quien conserva su nombre “artístico” por algún motivo), jamás encontrarán un lugar lo suficientemente apartado de lo que supieron construir. Condena o premio: una vez impostor, para siempre impostor.

JUEGO DE GEMELOS 

En mayo de este año, la noticia comenzó en redes sociales y se expandió hasta ser mencionada por el último sitio deportivo de Internet. Era un clic asegurado: el guineano Edgar Ié, exfutbolista del Barcelona B, de acuerdo al rumor que circuló, habría engañado a su actual club, el Dínamo de Bucarest (Rumania), enviando a su hermano gemelo, Edelino, también futbolista, a jugar unos cinco partidos en su lugar.

La imposibilidad de comunicarse en otro idioma que no fuera el portugués, la supuesta ausencia de una cicatriz que debía estar en la rodilla derecha y la presunta negativa a demostrar su identidad exhibiendo el permiso de conducir ante el requerimiento del club fueron las razones esgrimidas para solventar la sospecha que recorrió el mundo. Se habló de una investigación en curso y de posibles sanciones al club damnificado por alineación indebida en aquellos partidos en cuestión.

Sin embargo, tanto el futbolista como el club se expresaron al respecto y rechazaron las acusaciones. “Calumnia, engaño y ataque canceroso”, fue como calificó el Dínamo al episodio en un comunicado. “Nunca haría una cosa así”, se defendió Edgar. Sin un motivo potente que permita sostener la posibilidad del engaño, el tema simplemente se diluyó tanto en los medios como en las redes.

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