(Seudónimo: Delia Martínez)
1
Arruiné por completo el funeral. A mis diecisiete años, tuve que actuar antes que destrozaran la memoria de la muerta. Mi abuela. Una mujerona de 90 que fue criada entre machetazos del chaco misionero. La misma que a pesar de su dureza se resignó a no emitir ni una palabra más, un año antes de ser la finadita. La mayoría de los familiares quedaron atónitos cuando reventé un florero contra el cajón. El ataúd se desprendió hacia el suelo y dejó caer un brazo sobre el dibujo que el agua trazó en la alfombra. Las telas blancas, escondidas bajo el tocado de la muerta, absorbieron el desastre y de inmediato se pusieron amarillentas.
La muerta cayó con sus ojos cerrados, la cabeza gacha y el brazo fuera del cajón. Simulaba señalarles la salida a los invitados. A mí me levantaron por el aire. Nunca supe quién. Y cuándo me llevaban colgado de un hombro, de un zarpazo le desacomodé la sotana al cura que estaba por iniciar la ceremonia.
Vi cómo se desmoronaban los rostros. Los niños que no conocía se escondieron entre las sillas. El féretro fue sacudido por mis primos que lo acomodaron mientras intentaban disimular la escena. Doña Concha, la menor de los Rodríguez que vivieron en el barrio, tenía una mano en el pecho y otra en la boca. Por los nervios, se magullaba la punta de los dedos con el filo de la dentadura. El Padre Ernesto se persignó maldiciendo mi nombre y encomendando mi destino al fuego del infierno. Las bebidas derramadas, el florero roto y tanto griterío, desaparecieron al ver el gesto de la muerta. Parecía agradecer que la cruz de plata del cajón ya no estuviera en la sala.
2
Poco antes de un año del funeral, mi abuela pensó que era su hijo. Aún hablaba. Poco, pero lo intentaba. Sin embargo, la demencia la alcanzó, aunque no la reconocía.
Confundía a las personas de la diaria. La familia agradecía que estuviera con nosotros, pero en su cabeza, ella vivía en la Misiones de hace setenta años. Ese verano viajé a visitarla y dormí a su lado. Mirábamos la televisión sin hablarnos hasta que me llamó por el nombre de mi padre. Traté de ignorarla para no contradecirla, pero fue tan insistente que accedí a mentir. Me pidió que la escuchara. Era importante lo que quería decirme y no debía contárselo a nadie, bajo ningún motivo. Salvo que llegara el día de su muerte y cualquier noticia sería irremediable.
A comienzos de siglo, Misiones atravesó uno de sus peores veranos. La sequía arrasó con los cultivos y la tabacalera no dio tregua. Se taló a mansalva y se fundó el primer banco. Murieron los principales arroyos que regaban los cultivos y se inauguraron las casas de seguro que resguardaron las pérdidas. La despensa comenzó a dar fiado, nacieron las deudas y el banco creció. Mucha gente llegó a Cerro Corá y enseguida se hizo un pueblo. Al poco tiempo, se instaló la comisaría que trajo a un cura para dictar la primera misa, frente a las celdas. El guaraní se volvió una lengua prohibida. La catequesis, junto a la escuela, se convirtió una materia obligatoria para el respeto de las familias. Del mismo modo, se estableció que los niños no debían jugar a la vera del río que atravesaba a la tabacalera. Esos gurises que surgieron de generaciones mezcladas en el monte comenzaron a trabajar el tabaco en los cultivos industriales. Los viejos se cansaron más rápido, el ruido creció y la noche comenzó a ser corta.
Silveria trabajaba el tabaco durante la mañana e iba a catequesis por la tarde. Apenas cursó el primario a los tumbos y la mandaron a cumplir los sacramentos, en el salón parroquial. Allí conoció qué era el pecado y las camisas de mangas largas en un verano de cuarenta grados. A la noche, ponía el rosario sobre su pecho y se arrodillaba en la tierra. Así transitó las primeras semanas de liturgia hasta que conoció, durante la cosecha, al Polaquito.
Al Polaquito lo apodaban así los patrones de la tabacalera. Era una ironía que tuvieron cuando lo recogieron al costado del rancho y vieron que su gente tenía la tez tan negra como la ribera del Paraná. El niño les hablaba en su lengua y los patrones le respondían con señas. Se burlaban en un lunfardo citadino y lo empujaban de aquí para allá.
Cuando Silveria y el Polaquito se conocieron, quedaron sorprendidos. El niño tenía su torso desnudo y la remera atada al ras del pantalón. Sus pequeños músculos estaban delineados por la flacura, como empujados por los huesos que insinuaban asomarse. Las manos curtidas, cortadas y suturadas por el sol, sus pies descalzos y cubiertos de barro. Silveria transpiraba las mangas largas que le habían obligado a usar en la catequesis. Apenas cubría sus pantorrillas bajo un pantalón grueso que le irritaba los muslos. Tenía prohibido estar cerca de los varones del pueblo, pero no le habían aclarado, si podía o no, acercarse a los de la comunidad. Por un momento, la distancia se disipó y Silveria conversó en la lengua del Polaquito. Se rieron, tocaron sus manos y ella olvidó el calor que tenía. Por un instante, la culpa no existió y la cosecha fue una excusa para recordar lo que existía.
3
La catequesis quedó en segundo plano. Silveria comenzó a escaparse del salón parroquial para encontrarse con el Polaquito a la salida de la cosecha. Se agarraban de las manos mientras corrían a nadar en el río. El niño la llevaba a una de las riberas ocultas, escondida en un camino distante. Ahí permanecían solos durante la tarde. Ella se quitaba las mangas y tendía la remera en una piedra para que no se ensuciara. Luego jugaban desnudos en el agua, como sus padres lo habían hecho y como el resto de los niños hacían antes de que el río estuviera prohibido.
El Polaquito era el único varón al cual se acercaba, más allá de sus hermanos y primos. En su guaraní natal se entendían fluido, pero en la tabacalera debían evitarlo para no enfurecer a los patrones que lo llamaban la palabra del demonio. El sacerdote del pueblo lo dijo en la misa: “la voz de Dios solo bendice en una misma lengua”. Entonces la comisaría prohibió su uso en los espacios públicos y festividades. Como el río, el guaraní quiso tratar de ocultarse, pero los niños todavía jugaban con él.
4
El padre de Silveria era tosco y violento. Estaba armado y custodiaba al único abogado- martillero de Misiones. En ese entonces, los remates se multiplicaban y las pujas entre terratenientes predominaban sobre los lugareños. El tipo recorría los montes junto al abogado, llevaba un machete pendiendo del brazo y un revolver de calibre corto pegado al vértice de la cintura. Como los hombres de su familia, había crecido sin padre. En el pueblo le temían. Se rumoreaba que selva adentro despachó con plomo a una comunidad entera que se refugiaba en los terrenos que una yerbatera compró. Tenía poco trato con sus primeros cinco hijos y la distancia se agravó con los siguientes cuatro. Solía viajar durante largas semanas al interior de Misiones, Corrientes y el Chaco. Solo regresaba a entregar el dinero para afrontar el mes. Sin embargo, su escasa presencia no le quitó protagonismo en las decisiones de la casa. Por recomendación del martillero, dispuso que durante la mañana los niños fueran a la cosecha. Por la tarde, los varones debían terminar el colegio y Silveria ir a catequesis. El orden era inamovible e incuestionable. Cualquier desliz, ocasionaba una golpiza. Se había empecinado en la catequesis de Silveria. El comisario le insistía que el respeto y la talla de su familia se medirían por la educación de la hija. Al regresar de una excursión, la arrastró hacia el salón parroquial sin darle explicaciones y le exigió al cura que la hiciera una mujer decente. Allí fue que aparecieron las mangas largas y la ropa gruesa, la distancia de los hombres, el rosario vespertino y un temor inconmensurable al castigo de un Dios que todo lo ve y también lo puede.
En una de las tardes que el calor era agobiante, el padre de Silveria regresó. Había estado durante un mes acompañando al abogado en una campaña de remates hacia el Paraguay. La esperó sentado en la puerta de su casa y sin dirigirle la palabra la agarró del brazo. Levantó sus mangas largas hasta el codo y miró detenidamente la piel. Quería corroborar que no se quitó la camisa en ningún momento del día, como hacían los otros niños del pueblo. Luego la soltó y comenzó a desarmar el revólver sobre la mesada. Comieron en silencio porque cualquier gesto merecía ser penado. Al terminar, se echó hacia atrás y le dijo a la niña que se preparara para ir a catequesis.
Silveria pensó que no la acompañaría hasta el salón parroquial. Le había prometido al Polaquito encontrarse frente a la tabacalera para ir juntos al río. La hizo esperar fuera de la oficina del sacerdote mientras conversaban a solas. Aguardó atemorizada por el testimonio que el cura podría dar. Éste no tuvo reparos en confesar y señalar que ella atravesaba una desviación del camino de Dios hace varias semanas. Insistió en que faltó a cada una de las misas y dejó de asistir a la catequesis para escaparse con un niño. De inmediato, su padre la buscó, pero ella ya no estaba.
5
Silveria corrió a la tabacalera, sujetó desesperada al Polaquito y lo arrastró hacia el río donde solían nadar. Lloró como nunca hasta caer al barro rojo que manchó por completa su camisa. Comenzó a quitarse las mangas sin detenerse. El Polaquito se inclinó frente a ella y la abrazó. Sintieron cómo el calor, la humedad de la selva y el llanto, los acercaban. Silveria limpió su mano en el brazo del Polaquito y lo besó despacio. Apenas rozaron sus labios. Nunca antes había besado a nadie y aún menos en medio del pánico, pero un cimbronazo de terror los distrajo. Un ruido comenzó a hacer vibrar el agua y batió la copa de los árboles de una forma desenfrenada. Era algo que nunca antes habían oído. Muertos de miedo, se escondieron en la maleza.
Los niños quedaron atónitos al ver sobre sus cabezas una sombra bestial que se asomaba. Era una cruz inmensa de color blanco que sobrevolaba haciendo caer las ramas y espantando a los animales. La niña se levantó desesperada y comenzó a persignarse mientras buscaba los restos de su ropa. El Polaquito observaba espantado la desesperación del momento, pero no dudó en salir tras de ella cuando comenzó a huir hacia el pueblo.
Silveria sintió cómo en cada pisada se espinaban sus pies hasta llegar al sendero principal. No notó que el Polaquito la perseguía detrás. Al llegar a su casa, su padre la esperaba con el revólver en la mano. La niña se lanzó hacia sus pies y desconsolada reventó en llanto. Señaló la cruz que todavía permanecía en el cielo y le pidió a su padre que la perdonara por haber besado al niño. Él la empujó hacia un costado y corrió hacia el Polaquito. Lo levantó del cuello y de un disparo atravesó sus huesos. El cuerpo pequeño cayó tendido como las hojas de tabaco que se desprendían del secado.
El pueblo entero presenció este asesinato. El arma quedó a su costado, en medio del charco que la sangre formaba con los minutos. Los testigos afirmaron que la niña quedó petrificada frente al niño muerto. Y que el Polaquito, en su leve agonía, repetía mirando al cielo: pe tuicha guyra, la gran ave. O para el acta que labraron el abogado y el comisario, el primer avión en cruzar el pueblo.