Las vacunas son una de las herramientas más importantes para la prevención de enfermedades. Recorrido para conocer cómo se desarrollan y fabrican.
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El mundo de los microorganismos (virus y bacterias, entre otros) y el sistema inmunológico de las personas es invisible a los ojos, pero con tanto movimiento como los accesos a Buenos Aires en horario pico. Cuando alguno de ellos pone en riesgo la vida de la gente, llega el momento de las vacunas.
El bioquímico, docente de la Facultad de Ciencias Químicas de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), investigador del CONICET y especialista en inmunología Gabriel Morón explica que “cuando ponemos una vacuna, simulamos algo del microorganismo que induce la respuesta que se quiere lograr. Con la vacuna, la persona desarrolla su respuesta inmunitaria contra el microorganismo”.
“Una vacuna genera que se multipliquen los elementos que van a combatir el virus o la bacteria que enferma, y también produce la memoria inmunológica. ¿Qué es? Quedan células que producen anticuerpos, células que se llaman linfocitos T que destruyen las células infectadas, que no hay que activarlas, que están esperando que aparezca el microorganismo para reaccionar”, describe Morón.
“Se trata de una de las fortalezas de las vacunas: es muchísimo más corto el tiempo de reacción. En dos o tres días el sistema inmune se mete en guerra contra el microorganismo. No le da tiempo a que cause enfermedad. Rápidamente es eliminado o causa síntomas leves, no tan fuertes comparados con quienes no han sido vacunados; como sucede, por ejemplo, con las vacunas contra el COVID-19”, precisa el investigador.
Como señala la Organización Mundial de la Salud (OMS), “las vacunas más utilizadas se han administrado durante decenios, y millones de personas las reciben cada año con total seguridad”.
La primera de ellas, contra la viruela, fue creada por el médico inglés Edward Jenner, que en 1796 descubrió una forma de proteger a las personas de esa enfermedad. Jenner observó que las mujeres que ordeñaban las vacas no se contagiaban de viruela y detectó que el virus que producía la viruela al animal era el responsable de proteger a las personas. El principio de esa vacuna fue extraer el virus de las pústulas de las ubres de las vacas y colocárselo a las personas para producir anticuerpos. Pero como dice Morón al reflexionar sobre la historia de las vacunas: “No siempre fue tan fácil”.
Las epidemias y pandemias han desafiado a la ciencia y la sociedad toda, permitiendo, en la mayoría de los casos, nuevos descubrimientos y mejoras en la salud humana. Por ejemplo, las investigaciones de las últimas dos décadas para obtener vacunas contra enfermedades como la malaria, el dengue, el ébola o el Chagas brindaron un soporte importante para el rápido desarrollo de vacunas contra el virus SARS-CoV-2, causante del COVID-19. Dentro de esa línea de trabajo se encuentran las basadas en adenovirus (Sputnik V o AstraZeneca, etcétera) y en ARN (Moderna, Pfizer, etcétera). A su vez, la experiencia que se recoja del uso de estas vacunas probablemente permita acercarse a una respuesta para esas y otras nuevas enfermedades.
Norbert Pardi, inmunólogo y profesor de la Universidad de Pensilvania, en Estados Unidos, le dijo a la BBC sobre ese punto que “el desarrollo normal de una vacuna puede tardar hasta diez años en condiciones normales. Primero, porque a menudo ni las empresas ni las agencias reguladoras le dan prioridad. En segundo lugar, no siempre hay recursos suficientes. Probar estas vacunas es muy caro, especialmente en la fase 3”.
“Sucede que ahora, debido a la pandemia, todo el mundo quiere hacer las cosas más rápido y hay fondos disponibles. Y ese era el principal obstáculo. El proceso químico de producción de una vacuna no suele llevar mucho tiempo, el 95 por ciento del tiempo se dedica a las pruebas”, apuntó.
“Con la vacuna, la persona desarrolla su respuesta inmunitaria”.
Gabriel Morón
Morón, por su parte, indica: “De estas dos nuevas formas de producir vacunas (adenovirus y ARN), que son muy prácticas porque son modulares, es posible dar respuesta a nuevas variantes o a nuevos patógenos con mayor rapidez. Por ejemplo, si aparece una variante de la proteína S (Spike) donde las vacunas actuales contra el COVID dejen de ser útiles, es muy fácil cambiar la secuencia de ARN para hacer la nueva proteína. El salto que hemos pegado es muy interesante. Podemos jugar a los ladrillitos con una vacuna. Podemos poner esta proteína o esta otra”.
Las vacunas, según explica la OMS, se producían con una forma muerta o debilitada de un patógeno (por ejemplo, la vacuna Sabin) que preparaba a nuestro organismo para reconocer y combatir una determinada enfermedad. Ese patógeno muerto o atenuado, llamado antígeno, es el que permitía que el sistema inmunitario produjera los anticuerpos para cuando apareciera la enfermedad. El antígeno es a su vez el que mantiene la estructura del patógeno que debe identificar el organismo para defenderse. Sin embargo, no es suficiente, ya que debe mezclarse con un adyuvante que es el responsable de “emitir” la señal de peligro para que las defensas comiencen a actuar. Esa “estructura” y esa “señal de peligro” no estaban presentes antes, son nuevas y se corresponden con un patógeno específico.
Con la aparición del COVID-19, se sumaron dos nuevas formas de desarrollar una vacuna:
-La que utiliza un caballo de Troya (un adenovirus, ya conocido por el sistema inmunitario, modificado genéticamente para que no enferme) al que se le carga un “pedacito” de proteína S (Spike) para que se encargue de activar la producción de anticuerpos.
-La que utiliza ARN mensajero (ARNm), que lleva las instrucciones para fabricar una proteína desde el ADN de la célula. En el caso del coronavirus, las “instrucciones” inducen la producción de la proteína S, que al ser ubicada por el sistema inmunitario, inicia la fabricación de anticuerpos para enfrentar la enfermedad. ¿Qué es el ARN o ácido ribonucleico? “Es un ácido nucleico similar en estructura al ADN. La célula utiliza el ARN para una serie de tareas diferentes; una de estas moléculas se llama ARN mensajero. Y es la molécula de ácido nucleico cuya traducción transfiere información del genoma a las proteínas”, según describe NHI (National Human Genome Research Institute). El ARN tiene otras características importantes: como está siempre adentro de las células, al poner una vacuna ese ARN va a estar dando vueltas fuera de las células, al hacerlo está dando una señal muy fuerte de peligro porque el ARN está en un lugar donde no debería estar y el organismo reacciona. Entonces, con el ARN se tiene el antígeno y la señal de peligro.
Respecto del camino que se sigue para desarrollar una vacuna, Morón explica que primero hay que verificar si el sistema inmune puede controlar o no al microorganismo. “No todos los microorganismos son atacados por el sistema inmunitario. Es una batalla entre dos bandos, entre nuestro cuerpo y el microorganismo. Así como nuestro cuerpo tiene múltiples herramientas para combatir el microorganismo, estos, por la evolución que tienen y porque se están dividiendo en grandes números, pueden ir mutando y generar estrategias de evasión. Hay microorganismos para los que todavía no hay vacunas, pese a que son estudiados desde hace decenas de años, como el caso de la malaria, el Chagas o el VIH. Entonces, depende de saber si el sistema inmune puede o no controlar naturalmente al microorganismo. Sobre esa base se elige el camino, de acuerdo con el tipo de respuesta que parezca ser el más efectivo para controlarlo”, afirma el científico.
Luego de la investigación, el desarrollo y la obtención de la primera vacuna experimental, esta se prueba en animales. Una vez que se evalúan “su seguridad y sus posibilidades”, según explica la OMS, se pasa a los ensayos clínicos, que se realizan en tres fases. En la primera, “se administra la vacuna a un pequeño número de voluntarios, a fin de evaluar su seguridad, confirmar que genera una respuesta inmunitaria y determinar la dosis correcta”. En la segunda, se aplica a una mayor cantidad de voluntarios para detectar posibles efectos secundarios y empezar a obtener datos sobre su posible resultado frente a la enfermedad. En esta instancia, se contrasta lo que sucede con los vacunados frente a un grupo equivalente de personas con las mismas características a las que no se les aplica. Por último, en la tercera fase, se administra la vacuna a miles de voluntarios, algunos de los cuales reciben la vacuna experimental y otros un placebo. Los datos de ambos grupos se comparan para determinar si la vacuna es segura y eficaz contra la enfermedad de que se trate. Recién pasada esa instancia, se inician los trámites de aprobación en cada país y el proceso industrial de fabricación para, finalmente, llegar a los vacunatorios y salvar miles de vidas.
QUIÉNES TRABAJAN
Para desarrollar una vacuna, entre otros profesionales, intervienen:
• Bioquímicos y médicos especializados en inmunología, que definen las características de la enfermedad.
• Luego se seleccionan las herramientas, momento en el que ingresan los biotecnólogos.
• Una vez desarrollada la versión experimental, durante las pruebas, trabajan los profesionales con especialización en epidemiología y en estadística, más farmacéuticos, para formular la vacuna.
• Por último, para fabricarla trabajan ingenieros industriales y químicos, y biotecnólogos, especialistas en plantas industriales.