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Simulacros y falsificaciones

Un fragmento de La luz negra, la novela de María Gainza que acaba de ganar el premio Sor Juana Inés de la Cruz.

Llegué, por fin, al hotel Étoile. Un cartel en la puerta de entrada anunciaba que no había lugar, pero entré igual y pedí una habitación. Me dieron una en el piso diez; tiene vista al cementerio, una bañadera de mármol italiano, un escritorio Luis XVI, una cama ancha como una balsa y bombones envueltos en papel dorado incrustados sobre las almohadas como diamantes falsos en la nieve. Le dije al conserje que mi esposo llegaría con las valijas más tarde, pero mi esposo nunca llegará. No soy de mentirle a la gente en la cara pero esta es una situación de fuerza mayor.

Me registré bajo el nombre de fantasía de María Lydis. Nadie me pidió documento; de haberlo hecho, hubieran reconocido quizás a la crítica de arte que supe ser. Pero envuelta en este piojoso tapado negro de piel, quién sospecharía que durante un tiempo tuve una carrera en el mundo del arte, hasta cierto prestigio, diría, fundado en la ilusión de que una prosa sensible es sinónimo de temperamento honesto, que el estilo es el carácter.

Permaneceré confinada en mi “habitación imperial”, así reza la placa de bronce en la puerta de nogal, y desde acá sacaré a la escritorzuela que todos llevamos dentro. Solo dejando salir lo que sé podré dar vuelta la página, empezar de cero. Me inspiré en un procedimiento del siglo XVII que aprendí en el Moll Flanders de Defoe; cuando en Inglaterra sentenciaban a alguien a la horca, le daban la posibilidad de contar su crimen.

No esperen nombres, estadísticas, fechas. Lo sólido se me escapa, solo queda entre mis dedos una atmósfera imprecisa, técnicamente soy una impresionista de la vieja escuela. Además, todos estos años en el mundo del arte me han vuelto un ser desconfiado. Sospecho en especial de los historiadores que con sus datos precisos y notas heladas a pie de página ejercen sobre el lector una coerción siniestra. Le dicen: “Esto fue así”. A esta altura de mi vida yo aprecio las gentilezas, prefiero que me digan: “Supongamos que así sucedió”.

Nací con la sonrisa torcida, la comisura derecha de mis labios se eleva más que la izquierda a causa de una debilidad muscular. La gente dice que ese defecto delata mi carácter ladino, como aquel hombre que era de los buenos, pero luego se volvió ladrón porque sus hombros, al andar, tenían una lentitud felina. Cuando te dicen algo y te lo repiten y repiten, una se lo termina por creer. Hoy, si algo alcanza a definirme, es un estado de zozobra general. Muy temprano en la vida, por motivos que no vienen a cuento, dejé de albergar esperanzas sobre los hombres y las mujeres. De todas formas, estas últimas siempre me miraron con recelo. Hubo una sola que confió en mí, que me hizo sentir importante, y a la gente que nos hace eso uno le debe la vida.

Nos conocimos en la oficina de tasación del Banco Ciudad. Enriqueta había entrado ahí en los años sesenta con uno de los mejores promedios de la Escuela Nacional de Bellas Artes. Yo había entrado por acomodo, como se entraba en mi época.

Hacía cosa de dos años, en una reunión navideña, el tío Richard había dicho, con el vozarrón típico del ebrio que se empantana al hablar, que nada como un trabajo para encarrilar a la oveja negra de la familia; las frases hechas le iban bien a la inteligencia de mi tío. La verdad es que yo no buscaba establecerme, de hecho mi credo personal consistía en navegar derivando sin atarme a nada ni a nadie, pero mi entorno familiar me consideraba un caso perdido, alguien que en la vida, como mucho, podía algún día llegar a sobresalir cazando mariposas. No sé bien, pero por alguna razón acepté el desafío. Creo que acepté para que el tío Richard se callara de una buena vez. Así fue como, por una conversación de borrachines, tuve la suerte de que me mandaran a trabajar como esclava de Enriqueta Macedo. 

María Gainza

Nació en Buenos Aires. Trabajó en la corresponsalía de The New York Times en Buenos Aires y fue corresponsal de ArtNews. Durante más de diez años fue colaboradora regular de la revista Artforumy y del suplemento Radar del diario Página/12. Ha dictado cursos para artistas y talleres de crítica de arte, y fue coeditora de la colección sobre arte argentino «Los Sentidos», de Adriana Hidalgo Editora. En 2011 publicó Textos elegidos, una selección de sus notas y ensayos sobre arte argentino. 

El nervio óptico

Editorial Anagrama

La luz Negra

Editorial Anagrama

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La exquisita Focaccia tiene su historia. Según un reciente estudio, se la preparaba hace unos 9 mil años, en el neolítico superior, cuando la humanidad recién empezaba a realizar tareas agrícolas y ganaderas.